Entre marzo de 2018 y mayo de 2019 fueron asesinados, según la Defensoría del Pueblo, 196 líderes sociales. En la última semana, por mencionar dos casos, asesinaron en Santander a la activista ambiental y reclamante de tierras, Yamile Guerra Suárez, y a Humberto Díaz Tierradentro en Gigante, Huila, presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda Guadalupe. El fenómeno viene en aumento desde 2016, antes de que se firmaran los acuerdos de paz con la hoy desmovilizada guerrilla Farc-EP, sin embargo, comenzó a ser visible desde la implementación de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras en 2012. Para quienes vivimos en las ciudades es difícil comprender la gravedad de que casi todos los días estén asesinando a personas que han asumido un rol de liderazgo en territorios donde el Estado es débil o inexistente, poniendo en riesgo sus vidas para promover la garantía de los derechos más básicos de sus comunidades y el fin del conflicto en sus territorios.
El Estado no ha reconocido la sistematicidad de estos asesinatos y no existe una política integral que pueda enfrentar el problema. Es, entonces, un mandato ético de todas y todos acompañar la marcha del 26 de julio para exigir al gobierno la protección de las y los líderes sociales. En el caso de la protección a la vida de los líderes sociales es un mínimo de solidaridad. La participación, más allá de un derecho, se convierte en un deber ético, sobre todo cuando el Estado está incumpliendo con sus obligaciones constitucionales: la movilización social es uno de esos mecanismos participativos a través del cual los ciudadanos le exigiremos democráticamente al gobierno que ponga todos los esfuerzos institucionales para evitar que sigan matando a los líderes.
Recordemos que al menos desde el siglo XIX, en Occidente, los grandes cambios sociales, esos que progresivamente han construido sociedades más democráticas, justas y pacíficas en el marco de los estados liberales modernos, no han emanado de la benevolente y desinteresada voluntad de los gobernantes o de las élites económicas y políticas. Ni mucho menos han surgido por el mágico accionar de la mano invisible del mercado. Los gobernantes prometen representar las demandas ciudadanas y aquellas demandas que no son promovidas, debatidas y comunicadas en la esfera pública, difícilmente trascienden el interés o las necesidades individuales o de pequeños colectivos; se quedan sin representatividad[1].
Por ejemplo, las múltiples movilizaciones sociales que se dieron en la década de los sesenta en Estados Unidos, donde se consolidó el movimiento de los derechos civiles, en el que se hizo una fuerte oposición a la guerra de Vietnam, pero, sobre todo, en el largo plazo, se fortalecieron y unieron los movimientos feministas, afroamericanos, LGBTIQ, indígenas o de discapacidad. Estas manifestaciones se llevaron a cabo en diferentes ámbitos de lo público: en los espacios académicos, en las calles y en las plazas de las pequeñas y grandes municipalidades, en los debates políticos e institucionales. Después de ellas, se dieron transformaciones normativas y sociales que promovieron ideales de inclusión social, ampliación de los derechos, de mayor igualdad y del aumento de espacios democráticos y de participación[2].
¿Qué son los movimientos sociales como forma de participación ciudadana?
Desde la teoría de los movimientos sociales, se considera son “un conjunto de opiniones y creencias en una población que representa prioridades para cambiar algunos elementos de las estructuras sociales”, es decir, “grupos sociales que promueven el cambio social”[3]. Es importante entender la movilización social como una forma de participación ciudadana, de poner en la esfera pública, en las calles, a través de manifestaciones, esas demandas sociales que carecen de representatividad, pero que son parte de las estructuras sociales y se unen en torno a una identidad colectiva.
Con respecto a su aspecto político, la participación por vía de la movilización social puede ser entendida como un derecho humano que se desarrolla dentro de la democracia, por medio del cual los ciudadanos exigen la creación de canales efectivos de comunicación con los gobernantes para dar solución a demandas sociales concretas[4]. En la sociología puede ser entendida como la búsqueda de la inclusión de “saberes subyugados”. La participación ciudadana está relacionada, además, con la representación, entendida como la posibilidad de encontrar identidades que puedan llevarse a los espacios públicos como demandas de inclusión o de garantía de derechos[5].
La movilización, entonces, se convierte en uno de los mecanismos por medio del cual podemos promover la visibilidad de esas identidades excluidas, esos saberes subyugados y la garantía de los derechos de minorías políticas, de clase, culturales, de género, raciales, o de cualquier esfera humana sometida a discriminación o injusticia, en los espacios democráticos, con el objetivo de que se articulen y se cumplan sus demandas para el cambio social.
Más allá de lo jurídico, estos son temas que se deben observar desde lo social, lo cultural, lo ético y lo político; las transformaciones jurídicas son solo consecuencia de las exigencias colectivas y organizadas al Estado y si no se hacen efectivas en la realidad, se quedan en los archivos del Congreso.
Por citar dos casos recientes, en diciembre de 2018, el movimiento estudiantil colombiano tomó una fuerza que no se veía desde 2011 y logró que el gobierno destinara 4,5 billones del presupuesto nacional para la educación superior pública en los próximos cuatro años, así como la destinación de más recursos para investigación. Además, en abril de este año, la minga indígena en el Cauca y en Nariño, después del bloqueo de la vía Panamericana, logró que el gobierno escuchara sus demandas sobre la consulta previa, el asesinato de líderes sociales, una mayor autonomía de sus autoridades ancestrales y la protección del ambiente en sus territorios.
La marcha del 26 de julio
Tenemos que entender que la movilización social en una sociedad como la nuestra, grotescamente injusta y desigual, excluyente y violenta, es un mandato ético, sobre todo en el caso de los más privilegiados: de quienes hacemos parte de las clases medias urbanas y disfrutamos de educación, vivienda, trabajo, salud, cultura, recreación y nos damos el lujo de vivir en paz. Los líderes sociales promueven eso, la inclusión política y social, sus derechos más básicos, tener un espacio donde desarrollar su vida en condiciones dignas: demandan que se respeten sus territorios en materia ambiental y el no ser sometidos al interés de la economía extractiva o del narcotráfico; buscan tener mayor participación política y capacidad de decisión en lugares donde el poder ha sido cooptado por élites violentas e irresponsables; anhelan simplemente tener un hogar o recuperar la tierra que les despojaron en el conflicto armado; un trabajo digno; y que sus comunidades no sean amenazadas por grupos armados organizados o por la Fuerza Pública. Es decir, su inclusión en la sociedad y el derecho a vivir en paz.
Ellas y ellos le están entregando sus cuerpos y sus vidas a luchas que nos involucran a todos como sociedad: el cuidado del ambiente (oponiéndose a la minería legal e ilegal, a la tala de bosques, y a la contaminación de las aguas), la sustitución de cultivos, la restitución de tierras, la consolidación de la paz territorial, el desminado y la posibilidad de participar en política como fuerzas alternativas a las fuerzas oligárquicas que se reparten los recursos públicos a su antojo. Movilizarnos por su protección y el respeto a sus vidas, a su dignidad humana, es movilizarnos, también, por la inclusión de sus demandas en la esfera pública, por la democratización del país y por la transición de un país violento a uno más democrático y en paz. Esto requiere de nuestra empatía y sobretodo de la de las autoridades, para quienes las y los líderes no deberían ser un problema, sino aliados y aliadas que promueven la garantía de los derechos fundamentales en los territorios donde se vive sin la fuerza del Estado de Derecho.
Hoy los puertorriqueños nos dan ejemplo: se unieron sobre la base del rechazo al gobierno de Ricardo Roselló. Salieron a las calles masivamente identificándose con la necesidad de un cambio político, con la exigencia de que sus gobernantes respeten a los y las ciudadanas, sin importar su raza, sexo u orientación sexual. Nuestra situación es mucho peor y, como he repetido insistentemente, es un deber ético exigirle al gobierno nacional y a los gobiernos locales que ejecuten una política seria de protección a las vidas de las y los líderes. No olvidemos que en la década de los ochenta se cometió el genocidio político de la Unión Patriótica, y hoy pareciera que la historia se repite mientras nosotros no hacemos lo suficiente, nadie debe ser asesinado por sus ideas políticas, por participar activamente en la democracia, ni por exigir sus derechos fundamentales.
Nos corresponde, al menos, salir a las calles y apoyar la movilización, identificarnos solidariamente con la protección de su integridad y su vida, para pedirle al gobierno que les permita participar en política y exigir sus derechos sin que los maten.
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[1] HABERMAS, Jurgen (1981). “The Theory of Communicative Action: Reason and the Rationalization of Society.” Volumes 1 & 2, Beacon Press.
[2] RAWLS, John. “Ideas fundamentales. La Justicia como Equidad: Una Reformulación”. Barcelona: Paidós, 2002. Pág. 26.
[3] MCCARTHY, John; ZALD, Mayer. “Resource Mobilization and Social Movements: A Partial Theory.” American Journal of Sociology, 1977. Vol. 82, no. 6, pp. 1212-1241.
[4]HABERMAS, Jurgen (1981). “The Theory of Communicative Action: Reason and the Rationalization of Society”. Volumes 1 & 2, Beacon Press.
[5] DONA, Giorgia (2007). “The Microphysics of Participation in Refugee Research, Journal of Refugee Studies”. Vol. 20 No. 2. Oxford University Press.
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